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Martín Rodríguez Hernández Noticias TlaxcalaMartín Rodríguez Hernández Noticias Tlaxcala

Opinión

El cielo de Tenexac

Con la música del que se sabe eterno, el sol despunta entre las nubes tan astracanadas como aquel toro bramando con su voz ronca por otro amanecer. Dan cerca de las siete de la mañana y recuerdo, tarde como siempre, que debí haberme echado al coche otra chamarra. De los pastos emana bruma. No se nota, pero el día avanza y ahora el cielo se pinta rojo y no puedo quitar los ojos del firmamento. Los que querían grabar el amanecer no llegaron para la desgracia de sus cámaras y sobre todo para la de sus ojos. El cielo debe ser o azul, o nublado o negro, y por eso, lo rojo enseguida se consume y la mañana se vuelve una mañana más. Con ese mismo milagro de todos los días.

Nada se detiene. Aquí tampoco. El azul avanza. Tímido. Las nubes, ahora blanquísimas, se diluyen hasta volverse nada. La luz de las nueve de la mañana baña la construcción que podría perfectamente definir toda la grandeza de Tlaxcala —qué poco lo ven, qué poco lo conocen, qué poco lo presumen—. Mi reino por irme a tirar un potrero a esa hora con un café en la mano, escondido entre los matorrales o a la sombra de algún árbol, para admirar el toro bravo más bonito que se ha creado en México. Así como el pasatiempo favorito de Sabino Yano: espiar toros, saber qué tanto hacen o imaginar qué tanto piensan con las parvadas de un lado a otro balanceándose y aconsejándole con que nombre en náhuatl bautizar a aquellos que no quieres ver morir. Siempre elijo mal. Cuando me preguntaban de niño lo que quería ser ahora de adulto, tuve que responder: quiero ser un espía de toros bravos de Tenexac.

Pero todo vive en mi imaginación. No así el reloj del medio día, donde el azul se ha convencido de su azul, y es más azul que nunca. Impone y sobre todo, deslumbra los ojos cuando su luz retumba en los pastos secos. Estar en Tenexac es brincar en una máquina del tiempo; es escuchar los rumores y cuchicheos en la tienda de raya; es comer todos los sabores que ya se han cocinado; es historia, es cultura, es vivir en una constante fotografía de cine. Por cierto, estoy en el salón y la oscuridad que carcome los adentros, resalta tanto las afueras y todos los secretos que siguen estando allí por descubrir; me recuerda tanto al plano final en The Searchers de John Ford.

Con el cielo que haya puesto, a la hora que sea, a Tenexac hay que volver siempre.

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