«No me importa lo que hiciste con tu vida, me importa lo que hiciste con la mía».
Pobres de los que crean al fútbol como el simple hecho de patear una pelota: el fútbol es la cosa más importante de las cosas menos importantes. Por Dios. Lo grande que tuvo que ser Maradona para revolucionar una ciudad entera. En parte, recorrer Nápoles, es tener la oportunidad de hacer con tus propios pies el gol más bonito de cuantos haya habido en el mundo, aquel contra Inglaterra en México 86, retumbando en tus oídos la narración de Víctor Hugo Morales (ahí la tiene Maradona, lo marcan dos, pisa la pelota Maradona, arranca por la derecha el genio del fútbol mundial, deja al tercero y va a tocar para Burruchaga… ¡Siempre Maradona! ¡Genio! ¡Genio! ¡Genio! Ta-ta-ta-ta-ta-ta-ta-ta… Gooooool… Gooooool… ¡Quiero llorar! ¡Dios Santo, viva el fútbol!); Nápoles es caminar haciendo malabares sorteando mundanidad, estudiar grietas para entrar, correr entre el caos de barridas, mordidas, tacleadas, pero con la esperanza siempre, del éxtasis final tras haber palpado la belleza de la vida.
Hay una escena en “È stata la mano di Dio” de Paola Sorrentino, en la que me gusta detenerme para entender el oficio de los napolitanos, actores intelectuales, de enaltecer al grado de deidad sucia (Eduardo Galeano) al pelusa: es el mismo partido del gol más bonito de cuantos haya habido en el mundo, en la película, toda la familia napolitana ve los cuartos de final, y sucede, y el abuelo —de un supuesto joven Sorrentino—, sorprendido, describe lo siguiente: ¡Es un genio! Es un acto político. Es una revolución. Esto, por la Guerra de las Malvinas cuatro años antes del partido; pero también, por la misma revolución causada por el Diego con su llegada S. S. C. Napoli —esta revolución, unificadora, tras estar hundidos en el terror por los golpes de la Comorra en contra de la ciudad (suceso descrito pavorosamente bien, por Roberto Saviano en el libro “Gomorra”; aprovechando, para ahondar en el fenómeno sociológico del Diego, también véase o vuélvase a ver (por favor) el documental de Asif Kapadia—.
A algunos les parecerá ilógico que un hombre con tantas fisuras haya inspirado y hecho sentir tanto a tantos; justamente de eso trata la pancarta con la que recibieron a Maradona en su vuelta a Boca: «No me importa lo que hiciste con tu vida, me importa lo que hiciste con la mía». Esto, fuera de bromas, debería ser considerado un mantra social. El aficionado que escribió eso, tiene una novela por contar; es genial por estar llena de humanidad, comprende la falibilidad pero también permite el arrepentimiento —y sobre todo— se escuda en la comprensión, cuestión necesaria y alta en sabiduría. Al final, lo importante, es intentar comprender al de al lado. No debería importarnos lo que haga la gente con su vida, incluso su pasado, sino lo que nos hacen vivir y sentir el día de hoy. Hay una experticia en juzgar, etiquetar y amontonar en base a suposiciones. Huir de eso; pensar menos y vivir más. Quizá por eso se habrán entendido tan bien Nápoles y Maradona; por ese hermanamiento en sus hendiduras y callejones oscuros sin vuelta atrás; por ese no querer satisfacer la vista rápida y por no estar en este mundo conforme a lo que los demás urgen en esperan («Déjenme vivir mi vida, yo no quiero ser ejemplo de nadie», dicho por un Diego cansado de expectativas); por ese salvajismo y rebeldía de tratar de entenderse entre la naturalidad del caos y lo incontrolable. Qué fácil es detenerse en los aparadores lindos y alumbrados con luz artificial. La gracia está en enamorarse de las fisuras y tratar de entender las nuestras: allí está la luz natural. Lo dice genialmente el gran Leonard Cohen: «There is a crack, a crack in everything / That’s how the light gets in».
