Hace poco en el podcast “La Kimera”, Yassir Zárate Méndez me lanzó una pregunta aparentemente sencilla: ¿existe la música buena o mala? Sin dudarlo, respondí que sí. Sin embargo, mientras Gaby, Leo y Yassir me guiaban en un viaje reflexivo, mi certeza comenzó a tambalearse. ¿Realmente se puede etiquetar la música de esa manera? Hoy, con mayor convicción, reafirmo mi postura: sí, hay música que puede considerarse mala, especialmente cuando su intención es glorificar la violencia y enaltecer a figuras que inspiran temor y destrucción.
El debate resurge con fuerza en el contexto de la campaña impulsada por Claudia Sheinbaum Pardo, quien busca regular la difusión de narcocorridos y corridos tumbados en espacios públicos. La iniciativa ha desatado críticas: algunos la tildan de censura, otros de cortina de humo mediática, y hay quienes la ven como un desperdicio de recursos. No obstante, Sheinbaum ha sido clara: la propuesta no pretende coartar la libertad de escuchar esta música en privado, sino limitar su impacto en la esfera pública, donde puede normalizar la violencia y alimentar narrativas que glorifican el crimen organizado.
Artistas como Peso Pluma, Natanael Cano o grupos como Los Alegres del Barranco han sido señalados por sus letras que, para muchos, hacen apología de los generadores de violencia. Estas canciones, lejos de ser meras “expresiones populares”, forman parte de una industria que genera millones de dólares anuales. Frente a esto, surgen preguntas inevitables: ¿hasta dónde llega la libertad de expresión? ¿Cuándo estas manifestaciones artísticas chocan con otros derechos fundamentales, como la seguridad, la dignidad humana o el orden público?
Un caso reciente ilustra la magnitud del problema. Ángel Villar, dueño de la disquera Del Records, fue hallado culpable en Estados Unidos de realizar transacciones con el crimen organizado a través de su empresa de promoción de conciertos, Del Entertainment. El empresario mexicano enfrenta una posible condena de hasta 30 años de prisión. Este ejemplo pone en evidencia los vínculos entre ciertos sectores de la industria musical y el narcotráfico, lo que refuerza la necesidad de distinguir entre narrativas críticas que retratan la realidad del crimen organizado y la glorificación directa de la violencia.
No todas las expresiones musicales son iguales. Los Tigres del Norte, por ejemplo, han narrado durante décadas historias de la frontera con un enfoque crítico y social, muy distinto al de los corridos tumbados que, con su lenguaje explícito y escenografía ostentosa, parecen celebrar el estilo de vida de los narcos. La diferencia radica en el contexto, el lenguaje y, sobre todo, la intención.
El desafío es claro: ¿cómo equilibrar la libertad de expresión con la protección de otros derechos constitucionales? La discusión no puede quedarse en la superficie. Es urgente que las instituciones, especialmente las culturales, asuman un rol activo. En lugares como Tlaxcala, por ejemplo, no se perciben esfuerzos claros para contrarrestar el estigma que asocia a México con el narco, un estereotipo que se exporta globalmente a través de estas canciones. Promover espacios de reflexión, incluir la alfabetización mediática en la educación, o fomentar narrativas alternativas son pasos necesarios.
El problema no es nuevo. Como apuntó Yassir Zárate en La Kimera, las raíces de estas narrativas se remontan a la Edad Media, con los romances que ensalzaban a figuras como Rodrigo Díaz de Vivar, “el Cid Campeador”, un mercenario convertido en héroe literario. Hoy, los “héroes” de los corridos tumbados ocupan un lugar similar en la imaginación de muchos jóvenes, pero ¿cuántos de ellos, suscriptores de Spotify, son conscientes de la delgada línea que separa la narrativa histórica de la apología del crimen?
La tarea es compleja, pero iniciativas como la de Sheinbaum merecen apoyo, siempre que se implementen con claridad y respeto a las libertades individuales. Regular no es censurar, sino buscar un equilibrio que permita a la sociedad protegerse sin sacrificar su diversidad cultural. El debate está abierto, y la reflexión debe ser colectiva. Porque, al final, la música no es solo arte: también es un espejo de quiénes somos y hacia dónde pretendemos ir.
Las tres de ley… 1- Un silbido en 5 tonos es lo que la autoridad municipal de Atltzayanca se ganó, luego de haber permitido el lamentable incendio que consumió un espacio boscoso que desde el centro de esa cabecera se apreciaba. Aunque desde el día lunes el presidente municipal, Luis Alberto Huerta Hernández, fue advertido de la peligrosa avalancha de fuego nada, absolutamente nada hizo por contener o pedir apoyo para intentar sofocar ese infierno.
2- La voz del artista Carlos Rivera Guerra se escuchó fuerte y claro, pero no para cantar ni para pedir apoyo, sino para agradecer a quienes con picos, palas, tierra y todo lo que había a la mano acudieron para intentar sofocar el fuego que poco a poco consumía hectárea por hectárea el cerro que en época de lluvias incluso presume una cascada allá en su natal Atltzayanca, la patria chica que lo vio crecer. Ahora ese espacio quedó reducido a cenizas y el único ganador parece ser quien se haga de esos terrenos.
3- Ojo con esto que advierten los grupos sociales, campesinos y colectivos. Si un solo metro de esa tierra incendiada -a propósito- pasa a manos de un particular o de un consorcio dedicado a la construcción, solo se confirmará que Atltzayanca fue consumido para beneficio de algunos, sin importar la perdida de la flora y la fauna que ahí quedo. Pasarán décadas para que la vida vuelva a florecer, pero hasta que eso ocurra estaremos atentos para vigilar que nadie pretenda apropiarse del pulmón social que significaba ese espacio. Lo que se vio por una semana es apenas una muestra de lo que nos espera si no cuidamos nuestros bosques, cada árbol cortado es un recordatorio de la vileza humana.
