- ‘La memoria infinita’ (actualmente en Netflix), sigue la evolución del alzhéimer del periodista chileno, Augusto Góngora y su esposa Paulina Urrutia quien lo acompaña en este trance.
Un día platicaba con un primo, médico de profesión, uno de esos pensamientos absurdos que suelo tener: si fuera el caso, preferiría cualquier tipo de enfermedad por agresiva que fuera a tener un alzhéimer. Él, siempre bastante más cuerdo que yo, me dijo que no sabía lo que decía. Pero sigo en eso, la idea de perder la memoria, para mí, es lo más doloroso que le puede pasar a un ser humano. Porque nosotros nos somos nosotros. Somos nuestros recuerdos, nuestros amigos, nuestros amores, nuestras películas y nuestros libros. ¿Qué somos sin memoria?
‘La memoria infinita’ (actualmente en Netflix), sigue la evolución del alzhéimer del periodista chileno, Augusto Góngora y su esposa Paulina Urrutia quien lo acompaña en este trance. El documental resulta ser belleza en estado puro. Si tú me preguntas qué es el amor, te respondería con la urgente necesidad de que lo veas. Porque el excelso trabajo dirigido por Maite Alberdi, no va únicamente sobre la enfermad que te lleva a la nada, sino va sobre el significado del amor y de los más altos valores humanos.
Para hacer peor el sufrimiento, el alzhéimer deja rescoldos de las personas. Augusto, periodista en los tiempos convulsos de Chile, en los momentos lucidos le dice a la Pauli: es bonito acordarse de las cosas que uno ha hecho ¿verdad? En seguida, rompe al llorar al recordar la muerte de un amigo decapitado por la dictadura de Pinochet. Y es que ni esos, ni los peores recuerdos vale la pena olvidar. Conforme avanza el documental, avanza la enfermedad y resulta imposible derrumbarse cuando en una crisis, a medianoche, Augusto le grita y pregunta, a la Pauli, olvidada de todo el amor y pasión que tuvieron «¿dónde están mis amigos?, ¡no me vengas con huevadas y dime dónde están!». Me gusta pensar que cuando se olvidé todo, la inercia nos llevará a rogar por nuestros amigos.
Empeora, claro. En cada escena se le ve peor y en mayores crisis. Huele sus libros y los pasea de un lado a otro. Dice que tiene miedo por sus libros. Ya no puedo más. Y si me quieren matar hueon, que me maten. ¿Dónde están mis libros? (Los tiene en las manos). Voy a buscar a mis amigos para que me den mis libros. La Pauli lo calma: tus libros están todos bien. Él llora como un niño que no acaba de entender que perdió a su mamá. ¿Están todos bien?, ¿y si se los llevan? Si se los llevan no puedo estar (rompe a llorar porque ahora entiende verdaderamente que perdió a su madre). ¿Qué me pasa? Discúlpame es que mis libros son todo para mí hueon… mis libros y los amigos… que no se vayan, por favor… tengo miedo.
Los libros y los amigos. Ha perdido todo y solamente puede preocuparse por sus libros y sus amigos porque claro, allí está todo. Se intuye el final. «Ya no soy», dice sin poder caminar. Luego, tras un largo silencio, la Pauli le confiesa: yo también ya estoy vieja; no lo dice como un reclamo, si no recordándose que le ha entregado su vida entera sin ninguna excusa. Se fragua el culmen de la historia. Hay finales en el cine bellísimos, pero ninguna ficción por bien elaborada que esté superará a la realidad. Augusto, sin memoria, sin nada de Augusto en su cuerpo, pero sí con restos de él su alma, le susurra, quizás en la última lucidez de su tiempo sobre la tierra un Gracias. Un gracias que retumba en todo, porque viene acompañado de la petición —que no halago ni falsa promesa— más linda que se le puede hacer a alguien, «Quiero estar contigo toda la vida». Y luego, la Pauli, la verdadera protagonista de la historia responde: Yo también Góngora, yo también.
