Escribe y luego canta Antonio Vega en una de las canciones que honran nuestro idioma: «En un mundo descomunal/ Siento mi fragilidad». Es ‘Lucha de Gigantes’ y obtusamente se ha creído que es una canción inspirada en las adicciones que aquejaron la lucha del madrileño; la verdad es que no, aunque podría ser que también, pero lo certero es que Antonio Vega era una persona interesadísima en la astrofísica y el cosmos; incluso en el 2006 declaró a la Rolling Stone sobre la canción: «Es un recuerdo de la ubicación de las dimensiones del ser humano en un entorno cósmico, de la relatividad entre la grandeza del hombre y su pequeñez en un entorno grandioso e infinito. Es un juego de palabras que lleva un poco a pensar en el juego relativo entre infinitud y lejanía». Poesía y filosofía en una canción. Casi nada.
Al escuchar está canción siempre me detengo y paladeo para morder esa estrofa. Cada vez, la situación se aclara más y más. La fragilidad. Qué importante para nuestra humanidad. Es una palabra que en su latinidad puede explicarse como la cualidad del que se puede romper; también, anotaré un sinónimo a la par, «vulnerabilidad»; etimológicamente dividida en «vulnus», (herida) y «abilis» (posibilidad): la posibilidad de ser herido y la cualidad de poder romperse. Más, menos.
Las sociedades occidentales, año tras año, se han puesto como meta erradicar todo lo que suene a debilidad; lo adecuado es montar una coraza en la que cualquier indicio de desventaja quede maquillado y se guarde oculto. Porque claro, eso rompe con nuestro individualismo y faculta la interdependencia y por supuesto, en estos años, nadie quiere depender de nada ni de nadie. Solo de él mismo y de sus ideas.
La fragilidad es entonces nuestra característica vital y primaria como humanidad. Es la finitud, la porosidad, esa imperfección que nos recuerda nuestro verdadero estado en el universo y nuestra lejanía con la suprema totalidad del logos teológico.
Es entender que nunca programamos el océano de las circunstancias y que lo que acontece es lejano a nuestra voluntad. La fragilidad aceptada, entendida y permeada, es el único progreso al que podemos aspirar; es domeñar aquello fuera de nuestro control y por tanto amenazante. Sentir la fragilidad, como lo dice Antonio Vega, es un ejercicio práctico y espiritual para volver a las interrogantes que nunca nadie ha podido responder, pero siempre necesarias aunque no lleven a ningún lado. Es volver al ático de lo elemental; a lo más humano de nosotros.
Hace poco corrí un maratón y pocas veces en mi vida —a la par de la muerte de mi abuela—, había sentido tan de lleno en mí la vulnerabilidad. Después del kilómetro 30 encuentras la finitud de la vida; la delgada línea que ampara un acto humanamente de lo heroico. Aunque lo único heroico de mi parte, fuera escuchar a mi hermano al lado, quien, con muchos años menos (porque la sabiduría no tiene que ver con edad sino con lo dispuesto y abierto que estás para encontrarla), me daba paso a paso una lección para dimensionar mi incontable fragilidad y poder llegar al 42.
Sin él, lo hubiera abandonado. Seguro. Quizá por eso la gente corre maratones o hace cualquier tipo de disciplina exigente: para sentir la fragilidad, y desde allí, sentirse humano y después vivo. Quizá por eso la gente se sigue enamorando sin freno alguno, por completo y de lleno y sin esperar nada a cambio. Quizá por eso, aun con una depresión del carajo, Morante sigue toreando. O quizá por eso la gente sigue viendo películas que le hagan replantearse todo y salir trastocados del cine; o siguen escuchando canciones, leyendo poemas o novelas.
Quizá por eso la gente sigue (en estos tiempos, casi un acto rebelde) acudiendo a una religión a orar o meditar, para entender y aceptar, que, en su fragilidad o vulnerabilidad, está justamente la cualidad más grande y eterna de nosotros. Saberse diminutos es admirar y contemplar lo grande. Lo eterno. Quizá por eso, algunos siguen buscando sentir y aceptando su fragilidad. Para sentir de lleno la vida.