- Memorias del Camino de Santiago (I).
«Pero he visto que tu voluntad no se acaba nunca en mí.
Y cuando las palabras viejas se caen secas de mi lengua,
nuevas melodías estallan en mi corazón;
y donde las veredas antiguas se borran,
aparece otra tierra maravillosa».
Rabindranath Tagore.
Madrid-Zamora-Granja de la Moreruela.
Es todavía marzo, o era, con un veinte colgando del calendario. Granja de la Moreruela es un pueblo abandonado. Hay mucho de Comala y de sus fantasmas (o al menos, siempre imagino algo similar). Desde Zamora, llegamos con un sol pleno sobre las cinco de la tarde y en menos de treinta minutos; el conductor venezolano, no dejó de contarnos casi gritando qué tanto había cambiado su vida en España: ni su pasado en Estados Unidos, quizá con más dinero, era equiparable al bienestar de vida que había encontrado Castilla y León. Antes, en Zamora, esperando al venezolano dueño de su propio negocio —un Toyota rojo convertido a Blablacar—, paseamos entre personas con las canas poderosamente blancas, salidas y cubiertas con abrigos a tomar el fresco para ellos, o el frio para mí; confirmé lo que nos dijo W., manejando y fumando cigarros liados por él mismo: Zamora es una ciudad olvidada por la juventud y entregada a los muchos años amontonados en los cuerpos. Muy cerca de la Catedral de Zamora, tomamos un café con leche, unos torreznos y un pincho de oreja al que todavía les oferto devoción, y por los que regresaría sin pensarlo solamente para comerlos nuevamente.
Entre todos aquellos hombres y mujeres mayores, me ilusionaba la posibilidad de encontrarme caminando con Andrés Vázquez, un tan torero recio y sobrio como su propia tierra. Había muerto hace un año y era una ilusión imposible. Esa misma mañana, salimos muy temprano desde Madrid, cerca de Goya donde dormimos y fue la primera vez que caminamos con la mochila y bastones ya dispuestos; la mañana madrileña, era tan seductora y fresca como solamente las puede ofrecer Madrid (mataría por vivir en una esquina de allí, en la que me digas): andamos desde el Teatro Real, por la absorbente sombra del Palacio, atravesando el solitario Templo de Debod, las cafeterías en Ferraz que empezaban a despertar, hasta encontrar la A6 con dirección a A Coruña, luego Moncloa y la Complutense donde pasó por nosotros W. en su Toyota Rojo. Ese paseo con la mochila cargando fueron cerca de 7 kilómetros y sin ningún contratiempo y con mucha ligereza, me ilusioné y también lo hizo mi poca preparación; sería cosa fácil, nada que mis años de ejercicio no pudieran solventar.
- y nos citó en la Facultad de Derecho; él venía del aeropuerto de buscar a su sobrina, seguramente llegaba intencionada en seguir el ejemplo familiar e incorporarse a la vida española. Ella era una chica guapísima que habló poco y roncó mucho. Nos dejaron en Zamora mientras hacían pendientes. Más tarde nos llevaría al inicio, a la primera meta de nuestro Camino de Santiago: Granja de la Moreruela. La idea de hacer el Camino fue rara y repentina; mi hermano A., vivía momentos flacos propicios de su edad y por los que seguramente muchos hemos pasado. Él se cuestionaba su sentido de existencia y tenía claro abandonar su carrera de medicina. Fui por él a mitad de semestre a Guadalajara y por fortuna me acompañó E., quien, en esas pláticas para agotar las seis horas de trayecto nos contó que acaba de comprar todo para hacer el Camino de Santiago; a mi hermano y a mí, nos pareció una buena idea, descubridora y que seguramente nos ayudaría a ambos, al fin, desde que viví en Salamanca, tuve claro que algún día lo tenía que hacer. El dixit de los peregrinos dice que tú no buscas al Camino, sino más bien que él, el Camino, te llama y te elije en el momento oportuno y preciso.
Calculo que no habrá más de cincuenta casas en Granja de la Moreruela. Aunque las construcciones estén allí, firmes con las ventanas abiertas y las cortinas volando, en ningún adentro parece haber vida; todos, si es que alguien algún día vivió allí, parecen haber huido de la quietud y del polvo y de ese atardecer naranja bañado los pastos verdes. Huele a estiércol y las moscas se pasean de un lado a otro a esa hora del atardecer. El silencio es ensordecedor y las palabras retumban en el eco de las casas tan frías como tumbas. Identificamos el Albergue. Los cuartos están cerrados porque todos los peregrinos duermen; el único despierto, un señor gordinflón con la cara siempre sonriente, aunque no precise su habla, nos indica que debemos ir a pagar y a sellar la credencial al bar de frente. Esa credencial del peregrino a la que se refería, supusimos poderla comprar en Granja, pero estaban agotadas; vendría otro trabajo para nuestro amigo W., quien las pudo conseguir en la Catedral de Zamora y hacerlas llegar junto con H., otro de nuestro grupo que llegaría más tarde arribando desde Barcelona. En aquel bar, sirven de comer hasta las ocho y son apenas las cinco. Mi hambre devora mis tripas y mis ideas. No fue bastante el café con leche y los pinchos de torreznos y de oreja.
Al pagar los 8 euros del Albergue, nos dan unas sabanas desechables y abren otro cuarto en la segunda planta. El primer cuarto está lleno y no cabe un alma más. Instalarse entre las seis literas tuvo algo de tranquilidad. Será la primera ocasión que realizaré algo tan simple y placentero como poner tus sabanas y tu saco de dormir para luego acostarse a descansar. El hambre no me dejó dormir y salí a leer. Muy cerca del bar, hay una construcción moderna, aunque cerrada. Investigo en el todo poderoso internet y resulta ser un monasterio de la Orden del Cister; apruebo por completo su ubicación: en esa soledad y en ese silencio, la meditación llega porque llega. A. y E. después de platicar con peregrinos, me alcanzan en ese jardín de la meditación, de la evocación o de los recuerdos o del porvenir; el sol cae y se funde con los pastos. Los árboles resienten todavía el invierno y están secos; con el atardecer se hacen dorados, se hacen conscientes de vida y se olvidan por un instante que son solamente madera. Qué bonito se hace de noche en Granja y qué poca gente tiene la fortuna de verlo.
En la iglesia del pueblo, hay una inscripción que explica que allí, en Moreruela, se une la Vía de la Plata (que viene desde Sevilla) y que se bifurca en dos opciones: el camino Sanabrés (el que haremos) y el de Astorga. «En este lugar se bifurca el Camino Jacobeo para volver a encontrarse a los pies del Señor Santiago. Que en la andadura que sigas él te acompañe». Lo leo y me emociono. Abrazos y euforia por los 364 kilómetros que hay por delante. Cenamos en buenas porciones y muy rico: pasta y ternera de la zona; yo pido un aquarius. Aun de noche, siguen llegando peregrinos. Habrá sido un trayecto largo para lo tarde que la mayoría llega; el último cerca de la medianoche es H., aunque él no caminó porque también inicia. El cuarto se llena, un francés ameno y uno de Bilbao nos dan la bienvenida al Camino y comparten consejos y algunas guías electrónicas que nos facilitaran los trayectos.; no todos los peregrinos pasan por la ducha y ese pequeño espacio es humanidad pura y dura.
Tardaré en conseguirlo, pero dormiré. Mañana iniciamos a las cinco treinta de la mañana.
