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Martín Rodríguez Hernández Noticias TlaxcalaMartín Rodríguez Hernández Noticias Tlaxcala

Opinión

Ornella

«Si no me caso con vos, me hago cura». Le dejó escrito Jorge Bergoglio a su (casi) novia de juventud, y sinceramente, me parece el inicio de una gran novela. El amor es universal y también resulta ser la verdadera extensión de Dios en la humanidad; me fascina imaginar, suponer, inventar la historia de ellos, o de su enamoramiento — y el de ella, o de lo que fuera de la vida de ella sin él—, y luego, los designios del destino o de Dios para que aquello no se lograra, aunque de ese envite de amor, de esa coincidencia, la figura construida de uno de los hombres más influyentes para nuestros tiempos. Es divertido figurarse que el Papa Francisco fue lo que fue por un arranque de amor no correspondido. Por despecho. Aunque esto solamente sea una vil suposición porque la realidad es que aquel hombre tenía una vocación, una fe y un llamado descomunal.
Pero no me deja de fascinar el tema del enamoramiento en personas buscando a Dios, sirviendo o con los votos monásticos. Hace poco escuchaba a profundidad la vida de uno de mis mejores amigos y una de las personas que más admiro; él, hace tantos años sintió la llamada de Dios y se formó en las filas sacerdotales escolapias. Estudió teología en Roma, ni más ni menos que en la Pontificia Universidad Gregoriana, y aunque no concluyó su formación sacerdotal por el amor de su esposa, aquel hombre es lo más cercano que he estado de un sabio, y aquel matrimonio, es lo más cercano que he estado del amor verdadero.
Me contaba la visita de uno de sus amigos de juventud, quien a sus ochenta y dos años venía desde un asilo para sacerdotes ancianos en CDMX; con él vivió en Italia en la campiña quieta de Rignano Flaminio; y yo escuchaba apasionado, todo lo que hacían ayudando a la comunidad en lo que más que se pudiera. Con las tareas para los menores, en servicio de todos, en la convivencia con los mayores. El sacerdote jubilado le dejó un enorme paquete de fotografías maravillosas y me ayudaron mucho a poner en imagen sus vidas pasadas. Se nota en el autor, un gran aficionado a la fotografía y además un gusto exquisito; una tras otra se asomaban y ese momento me transportó a vivir por un momento la vida de ellos. Sonrisas de niños traviesos. Fotografías grupales. Paisajes. Pero, sobre todo, vi una y otra vez repetida a la misma mujer. Ornella. Una mujer guapísima. El estudiante a sacerdote, ahora esperando el momento final en su asilo —y quizá recordando lo que fueron sus ojos—, la fotografió deslumbrantemente. En otras fotos, donde se le captura a él, siempre se le ve mirándola con devoción divina. No me hizo falta ningún comentario ni pregunta. Me quedé (y mi amigo me permitió) quedarme con varias fotografías. Varias de Ornella. La que más aprecio le tengo es un momento de ella tocando la guitarra, entonando alguna melodía para él, deteniendo la guitarra con delicadeza y con los ojos escondidos de vergüenza. Quizá. La miro una y otra vez, también enamorado de ella y preguntándome si en mi vida será muy tarde para ir con el lema: «Si no me caso con vos, me hago cura».

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