Veracruz me descubre machadianamente esos días azules y ese sol de mi infancia. Me encanta volver porque el bálsamo de ese mar cura: no hay una ola que falle en su destino y cada ola tiene un recado. Escuché de Antonio Lucas.
Recuerdo de niño la colisión que me producía ir a Veracruz; era un plan y esfuerzo familiar como si eso representara brincar el charco. Recuerdo un viaje largo, cansado, metido en el tedio de un auto diminuto; entre la lentitud, se deleitaba mi imaginación con los cambios de paisajes, sonando un CD de Camilo Sesto una y otra vez mientras mi madre cantaba y roncaba cada tanto. Siento el sol en las albercas nadando con mi hermano y le quisiera poner nombres a los granos del mar. No deja de bufar el mar ni las marimbas.
El café en La Parroquia y los paseos en el malecón con la piel ardiéndome al roce con la ropa. Era el asombro de mi niñez. Luego empecé a volver cada vez menos deslumbrado por el descubrimiento del mundo; la evolución de la vida nos llevó a conocer muchos más mares, pero ahora, dimensiono lo cerca que estoy del mar de mi niñez. Volví hace un año y hace una semana; fueron muchos días para sentir de nuevo la sal en la nariz y encontrar la misma sensación de llegar a casa.
En Veracruz he vivido dos de las cosas más importantes para la mirada del mundo de un hombre: preguntarse por primera vez si aquello será la felicidad y sentir el amanecer al lado de una mujer. Vuelvo y volveré al mar de mi infancia por el bálsamo de sus olas, por redefinir la patria de Rilke, porque el mar te da escala y dimensión para la liturgia de desnudar la vida. Por la infinidad de su ritmo y porque no hay una ola que falle en su destino. Cada ola tiene un recado.
