La realidad es una testaruda que se empeña en contradecir los discursos que tratan de negarla. Una realidad lacerante en Tlaxcala es la trata de personas con fines de explotación sexual. De acuerdo con organizaciones como el Centro “Fray Julián Garcés”, al menos desde hace setenta años, operan redes de tratantes de mujeres y niñas a las que han vendido, comprado, violado y hasta asesinado.
Durante décadas, autoridades comunitarias, municipales, estatales y federales han sido complacientes con esas redes de tratantes, incluso en algunas localidades hay un claro contubernio que no solo tolera estas conductas criminales, sino que hasta participa del mismo de diferentes maneras.
La trata no se acaba con declaraciones ni por decreto. Negarla es incentivarla, porque entonces se corre un tupido velo de impunidad. Tajante, terca, la realidad está allí, en forma de decenas de mujeres explotadas, que a todas horas se encuentran de pie, a la orilla de la Vía Corta, esperando a sus “clientes”, ese eufemismo que enmascara a un violador.
La trata de personas en Tlaxcala es una problemática compleja y arraigada que ha persistido durante décadas, en buena parte gracias a los tímidos esfuerzos por combatirla.
En esa lucha han tenido mayor éxito las agencias, fiscales y jueces de Estados Unidos, que a pesar de los policías, procuradores (ahora fiscales) y jueces mexicanos han detenido en la Unión Americana e incluso en territorio tlaxcalteca a varios padrotes y madrotas que engancharon y explotaron a miles de mujeres, a las que redujeron a la condición de mercancía, a la que traficaban llevándolas a prostíbulos en estados como Nueva York o Texas.
En estas décadas de existencia de la trata se han tejido robustas redes familiares y complicidades. Las redes de trata suelen operar con la participación de familias completas (los Carreto son el mejor ejemplo de un clan donde hombres y mujeres se dedican a explotar a niñas y mujeres), donde los roles se heredan de generación en generación. Esto crea un ambiente de complicidad y dificulta la identificación y persecución de los responsables.
A esta base se agrega la maquinaria de la corrupción y de la impunidad. La corrupción de autoridades locales y la falta de acceso a la justicia para las víctimas contribuyen a la impunidad de los tratantes.
Otro rasgo que fomenta este delito es la normalización y cultura de la trata. En una creciente cantidad de comunidades, la trata con fines de explotación sexual se ha normalizado e incluso se ve como una forma de obtener ingresos económicos. Los niños crecen con la aspiración de ser padrotes.
La vulnerabilidad de las víctimas, marcadas por la pobreza, la falta de oportunidades educativas y laborales, la violencia familiar y la discriminación de género hacen que las mujeres y niñas sean más vulnerables a ser víctimas de trata, que son sometidas a la prostitución forzada, la pornografía infantil y otras formas de abuso sexual. Sufren graves daños físicos y psicológicos, incluyendo enfermedades de transmisión sexual, embarazos no deseados, adicciones y trastornos mentales.
Además, no se debe perder de vista que la trata de personas es una grave violación de los derechos humanos, que atenta contra la libertad, la dignidad y la integridad de las víctimas. Y es una violación ante la inacción y la complicidad de las autoridades. Y el problema no se va a resolver si se niega su existencia.
Que no haya denuncias no significa que no existe, y si no, que se vayan a dar una vuelta a las calles de Apizaco o a la Vía Corta. A ver qué les responden las mujeres que allí se encuentran, obligadas por esas redes de hombres y mujeres proxenetas, que siguen tan campantes, porque según la autoridad, simplemente no existen.
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