Si de algo estamos seguros los romanos es que “muerto un papa, se hace otro”. Un dicho italiano muy conocido que evidencia la conciencia de que la Iglesia católica, para la ciudad de Roma, es y ha sido siempre sinónimo de poder y ese poder milenario va más allá de la figura de cada papa: se va a mantener y reproducir cada vez que fallezca el sucesor de Pedro.
El 21 de abril pasado, a las 7:35 de la mañana, ha muerto el papa Francisco a sus 88 años, después de una larga enfermedad que iba más allá de la neumonía que lo obligó a una larga estancia en el hospital Agostino Gemelli a inicios de año. Ha muerto el papa el lunes de Pascua, el día después de la Resurrección de Cristo, luego de una semana única para los católicos. Le dio tiempo de bendecir a su pueblo el día anterior.
La casualidad o el destino quiso que su muerte ocurriera el 21 de abril, aniversario de la fundación de Roma (21 de abril 753 a.C.), ciudad que contiene en su territorio el Estado Vaticano y que está condenada a entrelazar su destino con el de la Iglesia católica.
Roma es el peor lugar donde estar cuando muere un papa. Hace veinte años recuerdo la muerte del último papa a la que siguió el cónclave, dado que en 2013 hubo un cónclave sin muerte de papa, y luego, nueve años después, hubo la muerte de un papa –un papa emérito, Benedicto XVI– sin cónclave.
Pero ahora la ciudad está invadida desde inicios de año por los peregrinos que buscan la indulgencia plenaria ofrecida cada cuarto de siglo en ocasión del Jubileo, el Año Santo, para visitar las siete basílicas en la ciudad de Roma. De por sí la capital de Italia tiene un pésimo servicio de transporte público, altos niveles de tráfico y una ciudadanía cada vez menos amigable, así que se esperaban grandes multitudes en los funerales. En los días siguientes a la muerte de Bergoglio ha llegado más de un millón de personas para participar en este momento histórico. No todos los días muere un papa.
Desde la exposición del cadáver en la Basílica de San Pedro y la declaratoria de los cinco días de luto nacional en todo Italia, se han formado colas que duran horas para ir a despedirse del pontífice, en un vaivén interminable que ha requerido un despliegue de fuerzas asombroso: más de diez mil agentes de la policía y de las fuerzas de seguridad y más de 2 mil 500 voluntarios de protección civil.
El funeral y el entierro, el sábado 26 de abril, establecido por el papa Francisco fuera del Vaticano, en la Basílica de Santa María Maggiore, ha implicado el cierre completo del centro histórico de Roma, con la intensificación de los controles de seguridad y las actividades de inteligencia y antiterrorismo para garantizar el recorrido del féretro hasta la zona de San Giovanni, considerando que los líderes de medio mundo no pueden perderse el último adiós al Santo Padre y han llegado más de 170 delegaciones diplomáticas a este país.
Desde luego, ausentes notables: Vladimir Putin, que ha mandado en su representación a la ministra de Cultura rusa, Olga Liubímova, y el primer ministro de Israel, Benjamín Netanyahu, quien ha retirado formalmente las condolencias en nombre de su país a raíz de la incansable oposición de papa Francisco a la agresión de Israel en contra del pueblo palestino.
Un golpe de mesa oportuno para Giorgia Meloni
La muerte del papa ha evidenciado una vez más la real sumisión de Italia al Vaticano, a pesar de ser formalmente un país laico. Los políticos italianos, a partir de la presidenta del Consejo de Ministros, Giorgia Meloni –política conservadora–, se han desvivido para documentar su cercanía o amistad con el papa Francisco, citando anécdotas, mencionando recuerdos, declarando su admiración por el pontífice. Como cuando el papa Francisco le dijo a Meloni: “Nunca pierdas el sentido del humor”.
El afán de certificar cercanía con el papa, sin embargo, choca con la hipocresía de una clase política que sistemáticamente ha desatendido las indicaciones de Bergoglio, sobre todo en temas como la guerra, el cambio climático, el respeto de los migrantes, de los derechos humanos, de los pobres, de los detenidos.
Las políticas públicas de los gobiernos italianos en los años recientes han sido caracterizadas, en casi todo el espectro parlamentario, por un apoyo incondicional al genocidio de Israel, un impulso al rearme europeo, políticas crueles y discriminatorias hacia los migrantes, que han causado miles de muertes en el Mediterráneo; políticas públicas que han favorecido a las élites, los bancos y las empresas transnacionales en detrimento de los sujetos más vulnerables de la sociedad.
El gobierno de derechas de la presidenta Giorgia Meloni ha establecido cinco días de luto nacional, un récord, dado que es el mayor número de días de luto concedidos en la historia republicana (a la muerte de Juan Pablo II, hubo tres), lo que resulta muy grave y desproporcionado en un país formalmente laico, también considerando que el papa es el representante de un Estado extranjero.
Por otra parte, el luto nacional ha permitido llenar los medios y las instituciones de retórica papista, ahogando la celebración del Día de la Liberación del nazi-fascismo, que este año coincide con el aniversario número 80 desde aquel 25 de abril de 1945, cuando las fuerzas aliadas y la resistencia de los antifascistas lograron deshacerse de manera –pensábamos– definitiva de la ocupación, culminada con la ejecución y la ahorcadura por los pies de Benito Mussolini en la Plaza Loreto de Milán.
La fiesta del 25 de abril siempre ha sido un tema delicado –escabroso– para los electores del partido de Meloni, muchos de los cuales son simpatizantes del fascismo, así que la excusa de la muerte del papa ha permitido un golpe de mano muy oportuno para suspender celebraciones o pedir que sean discretas.
La agenda mediática centrada en la sucesión del papa
A lo largo de toda la semana, la totalidad de las televisoras italianas y los medios de comunicación masivos han mantenido de manera ininterrumpida su agenda mediática centrada en la sucesión del solio pontificio, el trono del papa. Desde los programas en vivo que mostraban el avance de la fila de feligreses formados para ir a despedirse del cadáver en la Basílica de San Pedro, hasta los servicios especiales de periodistas enviados a Argentina para recopilar testimonios de viejos amigos de Bergoglio, o al pueblito de Montechiaro d’Asti, en la región de Piamonte, tierra de origen del padre de Bergoglio, en busca de las palabras de las primas que le sobreviven.
No hay canal de televisión donde no aparezca de repente algún sacerdote, monja, teólogo u obispo, que intervenga con voz llena de misericordia para explicarnos la vida, el pensamiento y las acciones del difunto papa o para iluminarnos con las hipótesis del inminente cónclave.
El momento de la elección del nuevo papa se acerca, el encierro de los 135 cardenales con derecho de voto (sólo los cardenales que tienen menos de 80 pueden participar) que poco a poco han ido llegando de todo el mundo, establecerá quién será el próximo jefe de la Iglesia católica, si se optará por una continuidad del legado de Francisco o por un cambio de dirección.
Ya ha empezado la guerra interna por la sucesión, y se hacen escuchar las diversas voces de los líderes del Colegio Cardenalicio, muchas de ellas muy lejanas a las posiciones que tuvo Bergoglio. Por ejemplo, las declaraciones de uno de los exponentes del área más conservadora, el cardenal alemán Gerhard Ludwig Müller, quien hace poco ha aclarado que el nuevo papa “no es un sucesor de su predecesor, sino un sucesor de Pedro”. En pocas palabras, el cónclave no tiene ningún vínculo con el papa anterior.
Son muchos los que dentro de la iglesia han criticado el pontificado de Bergoglio, orientado más hacia una intervención social y política que hacia una guía exclusivamente teológica. Como siempre la elección del nuevo papa indicará la dirección que quiere tomar la Iglesia católica, que oscila entre la necesidad de adaptarse a los tiempos y a los cambios que se dan en el mundo y la conexión con la tradición milenaria, los rituales, los valores que han mantenido a la Iglesia en el poder a lo largo de casi dos milenios.
El tiempo del primer papa jesuita ha terminado y el mundo está en espera de conocer el nombre que tomará el nuevo papa, el día que salga la humareda blanca de la chimenea de la Capilla Sixtina.
Es posible que se opte por una figura de mediación entre el ala progresista “bergogliana” y una más conservadora, también tomando en cuenta que el ‘quorum’ necesario (se necesitan alrededor de 90 votos) es el más alto de la historia, dado el elevado número de cardenales en el cónclave, 80% de los cuales fueron creados por el mismo Francisco, porque ninguna de las dos corrientes tiene los números para imponer un candidato.
Lo que parece altamente improbable es que el nuevo papa electo sea intersexual, como sugiere la exitosa película ‘Cónclave’, aunque los caminos del Señor son infinitos.
Mientras tanto millones han llenado las calles de Roma que, como siempre, soporta su vínculo inexorable con su historia, con el Vaticano y con esa Iglesia de la cual parece no puede (ni quiere, al parecer) emanciparse.
Con información de: Milenio
