Nunca me había adentrado tanto a una feria de Huamantla —qué tonto, qué tarde—. Todo contrario. Acudiendo esporádicamente, era un simple hombre al agua sorbiendo desesperadamente tragos y tragos salados de mi enorme océano de ignorancia, inclusive, cuestionando férreamente su etiqueta mágica; bastó conocerle más para admirar la riqueza cultural que emana de sus calles, de sus vecinos, a quienes, haciendo alfombras de aserrín para pasear a su veneración y montando burladeros que aguanten embestidas de los morlacos, el sudor les brota destilando orgullo por su tierra y por Tlaxcala.
Aún patinando en mi desconocimiento (perdón) no conozco una feria similar en nuestro estado. Pocos pobladores, sobre todo de las ciudades más vastas, tienen ese sentido cultural y de identidad tan marcado como los huamantlecos. En Apizaco por ejemplo, nuestra feria es deplorable y no hay ningún arraigo cultural que nos exprese como ciudadanos (andamos tan sin identidad, que todavía no tenemos claro si celebrarla por la fundación o patronalmente) y en Tlaxcala, la Feria de Ferias (según ellos), es una feria aspiracionista con nulo sentido de involucramiento del vecino, y que nace y muere en las borracheras en el recinto ferial.
Pero no sucede así en Huamantla. Su gente pertenece y es por su tierra. Hay orgullo de ser. Se trabaja en conjunto y no todo radica en los eventos organizados por sus autoridades; todo lo contrario: la verdadera feria la tejen los mismos de a pie que la disfrutan. La festividad nace por la veneración católica, tal cual sucede en las grandes ferias del orbe iberoamericano y su razón venerable se cultiva ayudado de otro culto (incluso anterior al catolicismo): el del toro bravo. Actualmente, no hay un mejor homenaje a Tlaxcala, a sus raíces y su cultura que la feria de Huamantla. Y sí, hay algo de envidia en mis palabras apizaquenses.
DESFILANDO ENTRE ASERRÍN
Todo lo anterior me lo descubrió el desfile de burladeros. Me quedé un poco forzado y solamente por acompañar a mi eterna amiga P. tras una ponencia taurina. Aquello fue tan largo como entretenido. Me cautivaron los colores, los niños sonrientes y la multiplicidad de personas que desfilaban —desde toros pirotécnicos o de botargas, pasando por matachines, huehues, peñas taurinas, cavernícolas, mariachis, tlachiqueros repartiendo pulque, hasta simples comerciantes haciendo alegoría de sus mejores autos—. La música constante entre bandas, charangas y bocinas, no me dejó platicar absolutamente nada con mi acompañante y me ayudó a naufragar entre los gestos, bailes y las miradas perdidas pero radiantes. El cielo, tras haber llovido torrencialmente, era particularmente oscuro y la pirotecnia explotada, dejaba un vaho que no podía expandirse impedido por los telares que hacían de techo, pareciéndole eso a mis ojos, un sueño borroso y colorido. Luego vino la primera gran fiesta en casa de los Hernández Pimentel; Dios, qué generosos y cautivadores anfitriones; cuanta inversión económica y de tiempo solamente para que nosotros, una panda de vagos que somos sus amigos, la pasemos bien. Allí, quieto del cuerpo, pero no de sensaciones, deseaba con ganas temibles saber bailar banda. Nunca lo había imaginado.
Noches antes, una procesión nocturna que convoca a ríos de personas pasea por las calles —más agraciadas que nunca— a la Virgen de la Caridad quien previamente y con meses de arduo trabajo, ha sido vestido con las sedas e hilos más finos; P., me contó que tuvo la oportunidad de darle unas puntadas al manto y que, tras el (aparente) simple hecho de ver a la Virgen tan de cerca y tan de frente, se halló llorando sin ningún aviso o sensación previa. Volviendo a la madrugada principal de la feria, en volandas pasean por las rúas principales a la figura mariana; los costaleros van caminando por nubes de aserrín urdidos en colores y en figuras bellísimas. Elegiré para mis recuerdos la alfombra de la calle Reforma, misma que esbozaba carcachas coronadas con chiquihuites llenos de flores (diseño, tan original como brillante); me hizo recordar una canción de Antonio Vega, ‘La chica de ayer’, no sé por qué. Las calles olían a elotes hervidos con pericón o tequesquite y a fritangas, pero todo combinado livianamente con incienso. Realmente los vecinos no duermen porque esperan al alba o a que pase la Virgen por sus calles para persignarse y rezar delante de ella. Inmediatamente después, barren y la belleza desaparece de la retina como un muletazo de aquel torero fino que no volverás a ver. Por cierto, poniéndonos taurinos, la corrida de toros me decepcionó. Va perdiendo su auge de pureza pues lo que menos le importa a las empresas son los sucesos taurómacos: viven desinteresados por la planeación ya que tienen asegurado el lleno absoluto. Pero nada importa cuando fuera se procesa la fe y se enaltecen los valores culturales y familiares. Yo, acabé cenando tacos sentado en la banqueta con dos de mis mejores amigos J. y A. después de cansarnos de admirar alfombras en el tráfico humano.
EL TORO EN LA CALLE
En la noche de burladeros se duerme poco y se amanece pronto. Si se tiene la posibilidad de pernoctar en Huamantla, casi terminando la fiesta anterior, en el mismo desayuno se inicia la otra fiesta (o quizá sea la misma), pero esta, de la mano del ritual producto de toros bravos corneando en la calle al viento y a valientes descuidados. A las 10:30 am truena el tercer cohetón dando la orden para que los bureles salgan: está vez, por contratación del ayuntamiento fueron chicos y ya paseados. Sin en cambio, el jolgorio es tal que no existe la mínima protesta. Me parece genial que tantas personas se conglomeren en torno a los pitones y la casta de un animal; para mí, no es lo que mejor represente los valores de la tauromaquia, sin en cambio he aprendido a respetarlo como parte de ella. El exceso de alcohol, como siempre, desatina y desvirtúa la esencia. ¿Algo que puede ser modificable? Quizás. Como también quizá, resulte imposible.
Acabada la capea más grande del mundo, aquello se convierte en la cantina más grande del mundo; eso sí, es una cantina democrática, pues hay festejos organizados desde la alcurnia, la opulencia y la sofisticación, hasta bolitas humanas a las que provoca miedo acercarse. Todo Tlaxcala conviviendo sin igual. El cartel de toros fue muy flojo y nada de mi interés. Opté por seguir conociendo la verdadera feria de Huamantla con mis excelsos anfitriones. La fiesta terminó (o terminé la mía) ya muy entrada la madruga. Pero disfruté como hace tiempo no lo hacía rendido ante la majestuosidad festiva de Huamantla: platicando con mis amigos de juventud, cantando a pulmón pelado, viéndola bailar —y deseando no ser un experto en pisarme los pies para poder arrancarme a su cercanía—, pero, sobre todo, orgulloso de mi cultura tlaxcalteca. Manejé de vuelta en una carretera tan vacía como mis emociones después de tanto; llegué en 17 minutos a un Apizaco frio, quieto y lejano de todo aquello que me hizo ser feliz. Estuve siempre a 17 minutos de una feria universal y mexicanísima. Qué tarde llegué.
